Decía Otto von Bismarck, fundador del Estado alemán moderno, que España era el país más fuerte del mundo: llevaba siglos queriendo destruirse a sí mismo y todavía no lo había conseguido. "El día que deje de intentarlo, volverá a ser la vanguardia del mundo", apostillaba el Canciller de Hierro, apodo que ostentó como consecuencia de su mano dura durante sus últimos años de mandato.
Bismarck tenía toda la razón. Nuestro país, ese piel de toro entre dos aguas, es demasiado complicado como para describirlo, políticamente hablando, en pocas palabras. Somos el resultado de un conjunto de casualidades que han desembocado un amalgama territorial donde han convivido culturas, religiones y etnias de todo tipo durante siglos. Nuestro país siempre ha estado maldito históricamente. Durante décadas, la máxima representación del poder demostró su odio hacia cualquier vestigio de diversidad cultural, y lo transmitió a sus ciudadanos, de tal manera que éste pasó a formar parte de la cultura popular y siendo aceptado y normalizado socialmente. No miento si digo que desde que tengo razón de ser, todo lo que en mi familia o círculo cercano se comentaba referente a Cataluña, País Vasco o cualquier otra nacionalidad histórica venía cargado implícitamente con un componente peyorativo. Pero nosotros, los españoles, que siempre hemos creído estar en posesión de la libertad de pensamiento, caímos en el juego de los poderosos. No es culpa nuestra, o quizá, no toda la culpa es nuestra. Ellos tienen armas para controlarnos mentalmente. Suena "orweliano", pero es así. Solucionar décadas y décadas de manipulación es una tarea demasiado complicada como para llevarse a cabo.
Hoy, tenemos dos bloques enfrentados, con sus respectivas masas acompañándoles. Y los dos parecen estar orgullosos de ello. Unos dicen defender la unidad, otros la democracia. No quieren darse cuenta, por interés o por ignorancia, de que la solución no la tiene ninguno de los dos, prefieren seguir ensimismados en sus planteamientos. Los primeros, conformados por una pinza tripartita de color azul, naranja y roja pretenden "enamorar a los independentistas con un nuevo proyecto de España", pero sin embargo no quieren ni oír hablar de cambiar el modelo actual. "Federalismo" dicen al menos los de color rojo, mas no especifican de qué se trata ni si cambiará algo en lo sustancial salvo un par de líneas en la Constitución. A los segundos les viene "de miedo" que los primeros estén en el gobierno: ello les asegurará siempre el triunfo y poder tapar con ello sus escandalosos casos de corrupción. Pero todos ellos, ensartados en una batalla propia de la Edad Media, siguen tirando cada uno para su lado. España no es una. España es Cataluña, País Vasco...etc. Y quienes sigan empeñados en no comprenderlo, observarán como sus ansias de unidad, por la fuerza y sin diálogo, alimentarán más y más el sentimiento nacionalista de estas regiones hasta que sea demasiado tarde. No es la primera vez que se menciona esta idea: José Antonio Ardanza, Lehendakari del Gobierno Vasco entre 1985 y 1999, la enunció hace ya tiempo: «Si ustedes aceptan que España no es una nación, sino un estado, pero que es plurinacional, y que el pacto entre naciones puede conformar una forma determinada de estado, podríamos empezar a entendernos». No puede estar más claro.
Primera página de la Constitución de 1978. |
Pablo Torres Yébenes
02-12-2015